En un pasado muy lejano, mucho antes del inicio de este relato, trescientos cincuenta y siete dioses se reunieron en el único claro que había en un frondoso bosque. Conversaban con orgullo de los tiempos en que el mundo aún no tenía forma alguna, cuando solo existía agua. De ella fueron extrayendo la tierra con la que formaron los continentes. Recordaban la alegría que sintieron al dibujar costas escarpadas, modelar cordilleras montañosas y al crear países, composiciones de bosques, lagos, ríos y desiertos. Hicieron germinar semillas para que salieran brotes de la tierra fértil. Compitieron entre ellos ideando los más extraños animales, emborrachándose de colores y formas y adjudicándoles los lugares más singulares. Recordaban con especial cariño el momento en el que separaron el cielo del mar y colocaron un sol ardiente junto a la solitaria luna, que desde entonces alternan día y noche, luz y oscuridad. Los dioses unieron sus fuerzas para dar impulso a la inconmensurable cantidad de estrellas que lanzaron al cielo. De entre todos los seres creados, solo los humanos eran capaces de entender la omnipotencia de los dioses y la magnificencia de su obra. Ese había sido su pacto cuando crearon el más diverso de los mundos.
Los humanos les decepcionaron desde el principio, pues aunque les respetaban y les ofrecían sacrificios, creían a pesar de ello, que también los dioses debían estar supeditados al marco del universo. Los dioses deliberaron acerca de la conveniencia de castigar a los humanos para enderezarlos o simplemente abandonarlos a su suerte. Los dioses del Fuego, del Viento, de la Tierra y del Agua estaban de acuerdo en que si unificaran sus fuerzas podían desafiar al universo, pero ninguno estaba dispuesto a ceder un ápice de su poder particular. Se enemistaron debido a que todos y cada uno de ellos consideraba que las propias capacidades eran superiores a las de los demás y su propio poder era imprescindible. Este callejón sin salida les llevó al enfrentamiento. Blandieron sus espadas y se enzarzaron en una lucha implacable para conseguir la supremacía.
Los dioses subordinados por su parte crearon un collar con cuatro guijarros e intentaron demostrarles que la disputa no tenía sentido, que todos tenían cabida el uno junto al otro, que podían fusionar sus fuerzas en una sola y que en la unión residía la verdadera fuerza. Abandonaron el lugar avergonzados, pues no consiguieron que les prestaran la menor atención. No les pareció de recibo ser testigos de semejante insensatez.
Ninguno de los dioses pudo proclamarse vencedor. Se separaron iracundos, tomando cada uno un camino diferente. El reino de los dioses decayó, de la misma manera que la fe de los humanos. Atrás quedaron solamente cuatro guijarros encadenados y cuatro espadas.
Se dice que las cuatro piedras fueron depositadas en un arroyo de un hermoso jardín y que las espadas, ya que no pudieron ser destruidas, fueron enterradas en los lejanos confines del país Gorbeia. Posteriores generaciones de pastores y campesinos hicieron que lentamente cayeran en el olvido. No auguraban nada bueno, mientras que la vida de sus familias y rebaños significaba más que cualquier otra cosa, cuyo origen además de desconocido era de dudosa existencia. Al final los mitos forjados sobre las espadas sobrevivieron solamente en canciones que apenas se cantaban y en las mentes de ancianos seniles, a quienes aunque eran respetados, no se concedía demasiado crédito.